Desde hacía unos años, vagabundeaba por el barrio un hombre a su maleta pegado. Tenía alrededor de setenta años, la ropa también de los años setenta y un andar tranquilo y pausado. Siempre iba solo, nunca se le vio hablar con nadie. Imaginé por eso que era extranjero. No sabría hablar castellano. Los niños le tenían miedo y corrían cuando lo veían. Entonces él se reía, y algunos dientes, unos podridos y otros rotos, asomaban entre sus labios. A Juana la tendera le daba asco, decía que olía mal. A mí me producía un extraño placer verlo. Será por la historia que me había montado sobre él. El primer día que lo vi, con sus gafas de pasta marrón oscuro, abalorios al cuello y la barba de años, pensé: "Este hombre, o es un revolucionario de mayo del sesenta y ocho o un hippie tardío". Tardío porque se movilizaría a los cuarenta años, eso calculé más o menos. Pero me gustaba más pensar que era uno de aquéllos de "l'imagination prend le pouvoir", quizás porque la imaginación ponía una nota común entre él y yo, y a mí, ya lo he dicho, me producía un extraño placer verlo por todo lo que había imaginado sobre él, o no sé por qué.
El viejete revolucionario francés -porque ya había concluido que era francés o que había vivido el mayo francés- lo imaginaba abriendo y cerrando su vieja maleta de madera, como las de hace cuarenta años, descolorida y con el asa rota, con una sonrisa en los labios, mostrándose a sí mismo sus dientes o lo que quedaba de ellos. Lo imaginaba con chispas en los ojos releyendo por enésima vez un papel amarillo, cartas de amores antiguos, manifiestos artísticos, marxistas todos, artículos interesantes, o dándole vueltas a una pelota de cuero con la que seguro que habría jugado de niño. En estos juegos de mi imaginación salían de su maleta los más insólitos objetos: un pañuelo bordado en rojo que le habría regalado su primer amor, una muñeca de cartón, una caja de música, un icono ruso... Una vez imaginé que sacaba una piedrecilla de una isla del Pacífico, porque, claro, una piedrecilla de cualquier playa española o francesa no huabría sido imaginativo. Además, recuerdos de nuestras playas habría muchísimos en su maleta, pero muchas más cosas tendría del resto del mundo. Ese hombre tenía que haberle dado la vuelta al mundo unas cuantas veces, por tierra, mar y aire, aunque... ¿habría subido alguna vez a un avión?
El viejo revolucionario francés pasaba los días andando sin rumbo por calles y parques, parando aquí y allá, aunque prefería mi barrio y la plaza a la que da el balcón de mi apartamento. Las tardes solía pasarlas recostado en uno de sus bancos, de espaldas a mí. De vez en cuando daba de comer a las palomas migas de pan del bocadillo que les dan en el convento a los indigentes, o silbaba canciones de melodía desconocida. Al atardecer cogía su maleta y se iba camino de su banco del parque, donde dormía todas las noches "y resopla como un animal", decían los barrenderos.
Hasta la semana pasada nadie había visto su maleta, que era lo que a mí más me llamaba la atención de él. Me habían dicho: «No lleva nada». Pero yo no les creí. Pensé: «Debe haber algo». Y seguí jugando a mis juegos imaginativos cada vez que lo veía.
Lo cierto es que el viejo revolucionario francés era ya un habitual en el barrio, tanto como Juana la tendera, Antonio el cartero, el boticario, Miguel el del taller, la portera de mi casa o yo. La semana pasada, cuando pasé por la plaza como todos los días, lo vi echado en su banco y, como me miró, aproveché:
—Bonjour —le dije. Y me arrepentí inmediatamente, porque de bueno ese día no tenía nada. Estaba a punto de diluviar.
El viejete revolucionario francés tenía la cara morada de frío. Resoplaba de vez en cuando entre sus manos y llenaba de blanco el aire. Se le escapaba el calor. Supongo que a mí también, sólo que a él lo veía.
—Bonjour, señora. Pero no soy francés —me contestó en perfecto castellano.
Me había contestado! No sé por qué me dio tanta alegría descubrir el timbre de su voz. Era grave y armoniosa, cálida y expresiva. El viejete atrajo su maleta hacia sí. ¿Me estaba haciendo sitio en su banco o estaba defendiendo su tesoro? En todo caso, su gesto me invitaba a preguntarle, y así lo hice:
—¿Llevas algo en tu maleta?
—Llevo todos los regalos de cincuenta navidades —me sonrió amigablemente.
¡El viejete llevaba cincuenta regalos en su maleta! Después de todo, no eran demasiado extrañas mis imaginaciones. Vaya, seguro que algunas de ellas las habría acertado. Los manifiestos, las cartas, la pelota, la muñeca... Sin embargo, había algo extraño en ello. Lo extraño no era el número cincuenta. Tenía edad suficiente para eso y más. Lo extraño era que cupieran los regalos en tan pequeña maleta. No era el tiempo, sino el espacio, lo que no cuadraba allí. Y la felicidad y la facilidad con que caminaba a su maleta pegado. No podría pesar mucho. Me quedé pensando un rato y mirando su vieja maleta de madera, sin saber qué hacer.
—¿Quiere verlos? —añadió el viejete.
Y me invitó con un gesto a seguirlo hasta el parque. Cogió su maleta por las cuerdas con las que la ataba, que le servían de asa, y comenzó a andar. Parecía feliz ante la presencia humana, deseoso de mostrarle a alguien sus pertenencias, lo conseguido a lo largo de su vida, lo vivido. Tal vez deseaba contar sus batallitas como cualquier abuelo. Me presté a ello, lo seguí. De pronto, los nervios se apoderaron de mí. Pensé en huir. No podía ser. Durante años había esperado ese momento, había soñado con ese momento. Y justo en el momento preciso, en el momento en que mi sueño estaba a punto de cumplirse, me sentía ridícula y deshonesta, como si estuviera cometiendo un grave delito, profanando algo sagrado, saqueando una hermosa tierra, allanando una digna morada.
—Tranquila, tranquila, señora. Soy yo quien se la enseña.
Llegamos al rincón más recóndito del parque. Dejó su maleta en el suelo, se arrodilló ante ella y se sentó sobre sus pies. Yo hice lo mismo. Participaba de un rito sagrado. Deshizo los nudos de las cuerdas, metió la llavecita que colgaba de su cuello en la cerradura, la giró, levantó la tapa, me sonrió y miramos el interior de su maleta. Dentro había un calcetín, un solitario y deshilachado calcetín blanco y rojo.
No sé cuánto tiempo estuvimos contemplándolo. Los ojos del viejete, tal y como los había imaginado en la contemplación de su tesoro, echaron chispas durante todo el tiempo. Después, el rito continuó, pero al revés. Cerró la tapa, echó la llave, ató las cuerdas y se encaminó hacia su banco, donde dejó la maleta. Se sentó a su lado. No hizo ademán de volver a la plaza de mi apartamento. Algo desconcertada, decidí que me tenía que ir. Se despidió de mí con un "Bonjour, señora", haciendo un gesto de niño con la mano derecha. Yo me despedí, haciendo el mismo gesto, diciéndole: "Bonjour, pero no soy francesa". Y me alejé de él, que sonreía y resoplaba llenando de blanco el aire.Por la tarde miré varias veces por el balcón con la esperanza de verle dar de comer migas de pan a las palomas o silbar melodías desconocidas. No volvió. Luego llovió torrencialmente.
Desde entonces no lo veo. Todas las mañanas, al pasar por la plaza, miro su banco por ver si está. Y todas las tardes miro por el balcón con la misma esperanza. Un escalofrío me recorre el cuerpo cada vez que pienso que puede ser que no lo vea más, que se haya ido para siempre. No soy yo la única. Se ha acordado de él todo el vecindario. El viejete revolucionario se había hecho tan habitual que formaba parte del barrio. Falta algo sin él. Por todos sitios oigo conversaciones en las que no me atrevo a entrar. Uno dice: «Hace días que no lo veo. Y sí, se le echa de menos». Otro dice: «Es que formaba parte de nuestro paisaje, igual que la fuente de la plaza o el árbol de la calle». Y otro dice: «Se lo llevarían las monjitas el día que llovió tantísimo. Seguro que cualquier día lo volvemos a ver por aquí». A mí me gustaría creer con todas mis fuerzas en esta última frase, pero no estoy tan segura como quien la dijo, ni siento el mismo desapego, ni pienso que el viejete revolucionario no francés pueda estar a gusto en un lugar de beneficencia por muy a gusto que se esté allí. Además, de él guardo un secreto de valor incalculable. Por todo eso sé que lo seguiré buscando con la mirada todas las mañanas y todas las tardes. Todas las navidades.
Hoy, por recordarlo, he hecho lo que él me enseñó. Cuando salí del trabajo, corrí a mi casa, cogí mi maleta llena de nada y metí un calcetín. Sé que adonde vaya, irá ella, porque guarda los regalos de todas mis navidades. Y que a partir de este momento, me resultará entrañable ver a alguien con una maleta.
Felices fiestas :)
El viejete revolucionario francés -porque ya había concluido que era francés o que había vivido el mayo francés- lo imaginaba abriendo y cerrando su vieja maleta de madera, como las de hace cuarenta años, descolorida y con el asa rota, con una sonrisa en los labios, mostrándose a sí mismo sus dientes o lo que quedaba de ellos. Lo imaginaba con chispas en los ojos releyendo por enésima vez un papel amarillo, cartas de amores antiguos, manifiestos artísticos, marxistas todos, artículos interesantes, o dándole vueltas a una pelota de cuero con la que seguro que habría jugado de niño. En estos juegos de mi imaginación salían de su maleta los más insólitos objetos: un pañuelo bordado en rojo que le habría regalado su primer amor, una muñeca de cartón, una caja de música, un icono ruso... Una vez imaginé que sacaba una piedrecilla de una isla del Pacífico, porque, claro, una piedrecilla de cualquier playa española o francesa no huabría sido imaginativo. Además, recuerdos de nuestras playas habría muchísimos en su maleta, pero muchas más cosas tendría del resto del mundo. Ese hombre tenía que haberle dado la vuelta al mundo unas cuantas veces, por tierra, mar y aire, aunque... ¿habría subido alguna vez a un avión?
El viejo revolucionario francés pasaba los días andando sin rumbo por calles y parques, parando aquí y allá, aunque prefería mi barrio y la plaza a la que da el balcón de mi apartamento. Las tardes solía pasarlas recostado en uno de sus bancos, de espaldas a mí. De vez en cuando daba de comer a las palomas migas de pan del bocadillo que les dan en el convento a los indigentes, o silbaba canciones de melodía desconocida. Al atardecer cogía su maleta y se iba camino de su banco del parque, donde dormía todas las noches "y resopla como un animal", decían los barrenderos.
Hasta la semana pasada nadie había visto su maleta, que era lo que a mí más me llamaba la atención de él. Me habían dicho: «No lleva nada». Pero yo no les creí. Pensé: «Debe haber algo». Y seguí jugando a mis juegos imaginativos cada vez que lo veía.
Lo cierto es que el viejo revolucionario francés era ya un habitual en el barrio, tanto como Juana la tendera, Antonio el cartero, el boticario, Miguel el del taller, la portera de mi casa o yo. La semana pasada, cuando pasé por la plaza como todos los días, lo vi echado en su banco y, como me miró, aproveché:
—Bonjour —le dije. Y me arrepentí inmediatamente, porque de bueno ese día no tenía nada. Estaba a punto de diluviar.
El viejete revolucionario francés tenía la cara morada de frío. Resoplaba de vez en cuando entre sus manos y llenaba de blanco el aire. Se le escapaba el calor. Supongo que a mí también, sólo que a él lo veía.
—Bonjour, señora. Pero no soy francés —me contestó en perfecto castellano.
Me había contestado! No sé por qué me dio tanta alegría descubrir el timbre de su voz. Era grave y armoniosa, cálida y expresiva. El viejete atrajo su maleta hacia sí. ¿Me estaba haciendo sitio en su banco o estaba defendiendo su tesoro? En todo caso, su gesto me invitaba a preguntarle, y así lo hice:
—¿Llevas algo en tu maleta?
—Llevo todos los regalos de cincuenta navidades —me sonrió amigablemente.
¡El viejete llevaba cincuenta regalos en su maleta! Después de todo, no eran demasiado extrañas mis imaginaciones. Vaya, seguro que algunas de ellas las habría acertado. Los manifiestos, las cartas, la pelota, la muñeca... Sin embargo, había algo extraño en ello. Lo extraño no era el número cincuenta. Tenía edad suficiente para eso y más. Lo extraño era que cupieran los regalos en tan pequeña maleta. No era el tiempo, sino el espacio, lo que no cuadraba allí. Y la felicidad y la facilidad con que caminaba a su maleta pegado. No podría pesar mucho. Me quedé pensando un rato y mirando su vieja maleta de madera, sin saber qué hacer.
—¿Quiere verlos? —añadió el viejete.
Y me invitó con un gesto a seguirlo hasta el parque. Cogió su maleta por las cuerdas con las que la ataba, que le servían de asa, y comenzó a andar. Parecía feliz ante la presencia humana, deseoso de mostrarle a alguien sus pertenencias, lo conseguido a lo largo de su vida, lo vivido. Tal vez deseaba contar sus batallitas como cualquier abuelo. Me presté a ello, lo seguí. De pronto, los nervios se apoderaron de mí. Pensé en huir. No podía ser. Durante años había esperado ese momento, había soñado con ese momento. Y justo en el momento preciso, en el momento en que mi sueño estaba a punto de cumplirse, me sentía ridícula y deshonesta, como si estuviera cometiendo un grave delito, profanando algo sagrado, saqueando una hermosa tierra, allanando una digna morada.
—Tranquila, tranquila, señora. Soy yo quien se la enseña.
Llegamos al rincón más recóndito del parque. Dejó su maleta en el suelo, se arrodilló ante ella y se sentó sobre sus pies. Yo hice lo mismo. Participaba de un rito sagrado. Deshizo los nudos de las cuerdas, metió la llavecita que colgaba de su cuello en la cerradura, la giró, levantó la tapa, me sonrió y miramos el interior de su maleta. Dentro había un calcetín, un solitario y deshilachado calcetín blanco y rojo.
No sé cuánto tiempo estuvimos contemplándolo. Los ojos del viejete, tal y como los había imaginado en la contemplación de su tesoro, echaron chispas durante todo el tiempo. Después, el rito continuó, pero al revés. Cerró la tapa, echó la llave, ató las cuerdas y se encaminó hacia su banco, donde dejó la maleta. Se sentó a su lado. No hizo ademán de volver a la plaza de mi apartamento. Algo desconcertada, decidí que me tenía que ir. Se despidió de mí con un "Bonjour, señora", haciendo un gesto de niño con la mano derecha. Yo me despedí, haciendo el mismo gesto, diciéndole: "Bonjour, pero no soy francesa". Y me alejé de él, que sonreía y resoplaba llenando de blanco el aire.Por la tarde miré varias veces por el balcón con la esperanza de verle dar de comer migas de pan a las palomas o silbar melodías desconocidas. No volvió. Luego llovió torrencialmente.
Desde entonces no lo veo. Todas las mañanas, al pasar por la plaza, miro su banco por ver si está. Y todas las tardes miro por el balcón con la misma esperanza. Un escalofrío me recorre el cuerpo cada vez que pienso que puede ser que no lo vea más, que se haya ido para siempre. No soy yo la única. Se ha acordado de él todo el vecindario. El viejete revolucionario se había hecho tan habitual que formaba parte del barrio. Falta algo sin él. Por todos sitios oigo conversaciones en las que no me atrevo a entrar. Uno dice: «Hace días que no lo veo. Y sí, se le echa de menos». Otro dice: «Es que formaba parte de nuestro paisaje, igual que la fuente de la plaza o el árbol de la calle». Y otro dice: «Se lo llevarían las monjitas el día que llovió tantísimo. Seguro que cualquier día lo volvemos a ver por aquí». A mí me gustaría creer con todas mis fuerzas en esta última frase, pero no estoy tan segura como quien la dijo, ni siento el mismo desapego, ni pienso que el viejete revolucionario no francés pueda estar a gusto en un lugar de beneficencia por muy a gusto que se esté allí. Además, de él guardo un secreto de valor incalculable. Por todo eso sé que lo seguiré buscando con la mirada todas las mañanas y todas las tardes. Todas las navidades.
Hoy, por recordarlo, he hecho lo que él me enseñó. Cuando salí del trabajo, corrí a mi casa, cogí mi maleta llena de nada y metí un calcetín. Sé que adonde vaya, irá ella, porque guarda los regalos de todas mis navidades. Y que a partir de este momento, me resultará entrañable ver a alguien con una maleta.
Felices fiestas :)
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