Un día estaban un calvo, un sordo, un ciego, un cojo, un manco y un mudo. Comenzó a hablar el mudo:
-Amigos, tengo algo que contaros. Abraham, el pastor, ha estado a punto de matar a su propio hijo. Dicen que es mandato de Dios.
-Sí, lo he oído- dijo el sordo. -Yo mismo venía a contaros el caso. Porque no sólo es eso. Es que, además, ha expulsado a su esclava y al hijo que tuvo con ésta, condenándolos a vagar por el desierto. Esto es por mandato de su mujer, no divino.
-¿El buen pastor anciano ? ¡Con lo dulce y afable que se le veía! –dijo el ciego
-¡Qué ingratitud! ¡Abandonar a la esclava después de haberle dado el hijo que necesitaba! ¡Sacrificar a su hijo! Me dan ganas de estrangularlo con mis manos –dijo el manco enfadado.
-A mí me dan ganas de salir por patas –dijo el cojo.- Porque, acordaos, seguro que algún día lo considerarán padre de los creyentes
-Pongo las manos en el fuego, lo harán –dijo el manco.
-Se me ponen los pelos de punta –dijo el calvo.
-Si no lo veo, no lo creo –dijo el ciego.
-No me hagáis hablar más –dijo el mudo –Hagamos algo: quedémonos aquí.
-Eso, luchemos para que semejante atrocidad no se produzca de nuevo –dijo el cojo.
Pasó el tiempo. Con los siglos, ese pastor empezó a ser considerado modelo de hombre justo y de obediencia a Dios, el padre de las tres religiones más importantes. Desde entonces, la humanidad vaga sorda, ciega, coja, manca y muda, porque:
-No oye el clamor de los hijos sacrificados en nombre de Dios.
-No ve las injusticias que continuamente se cometen en su nombre.
-No puede salir por patas de un sistema que la tiene encarcelada.
-Le han cortado las manos.
-Sus gritos de impotencia no son escuchados.